Cuando las presiones de la
vida moderna se vuelven opresivas, el fatigado habitante de la ciudad suele
hablar de su rebosante mundo como de una jungla de asfalto. Es ésta una forma
colorista de describir el modo de vida en una comunidad urbana densamente
poblada, pero es también sumamente inexacta, como puede confirmar cualquiera
que haya estudiado una jungla verdadera.
En condiciones normales, en
sus habitats naturales, los animales salvajes no se mutilan a sí mismos, no se
masturban, atacan a su prole, desarrollan úlceras de estómago, se hacen
fetichistas, padecen obesidad, forman parejas homosexuales, ni cometen
asesinatos. Todas estas cosas ocurren, no hace falta decirlo, entre los
habitantes de las ciudades. ¿Revela, pues, esto, una diferencia básica entre la
especie humana y otros animales? A primera vista, así parece. Pero esto es
engañoso. También otros animales observan estos tipos de comportamiento en
determinadas circunstancias, a saber, cuando se hallan confinados en
condiciones antinaturales de cautividad. El animal encerrado en la jaula de un
parque zoológico manifiesta todas estas anormalidades que tan familiares nos
son por nuestros compañeros humanos. Evidentemente, entonces, la ciudad no es
una jungla de asfalto, es un zoo humano.
La comparación que debemos
hacer no es entre el habitante de la ciudad y el animal salvaje, sino entre el
habitante de la ciudad y el animal cautivo. El moderno animal humano no vive ya
en las condiciones naturales de su especie. Atrapado, no por un cazador al
servicio de un zoo, sino por su propia inteligencia, se ha instalado en una
vasta y agitada casa de fieras, donde, a causa de la tensión, se halla en
constante peligro de enloquecer.
A pesar de las presiones,
las ventajas son importantes. El mundo del zoo, como un padre gigantesco,
protege a sus inquilinos: se suministran comida, bebida, albergue y cuidados
médicos e higiénicos; los problemas básicos de supervivencia se hallan
reducidos al mínimo. Hay tiempo libre en abundancia. El modo en que se emplea
este tiempo en un zoo no humano varía, naturalmente, de una especie a otra.
Unos animales reposan tranquilamente y dormitan al sol; otros encuentran cada
vez más difícil aceptar una prolongada inactividad. Si es usted inquilino de un
zoo humano, pertenece inevitablemente a esta segunda categoría. Hallándose en
posesión de un cerebro esencialmente exploratorio e inventivo, no podrá reposar
durante mucho tiempo. Se verá impulsado con creciente intensidad al desarrollo
de actividades cada vez más complicadas. Investigará, organizará y creará, y,
al final, se habrá hundido a mayor profundidad todavía, en un mundo de parque zoológico
aún más cautivo. A cada nueva complejidad, se encontrará alejado un paso más de
su estado tribal natural, el estado en que sus antepasados existieron durante
un millón de años.
La historia del hombre
moderno es la historia de su lucha para hacer frente a las consecuencias de este
difícil progreso. El cuadro se vuelve confuso e induce, a la vez, a la confusión;
en parte, a causa de su misma complejidad y, en parte, porque nos hallamos
implicados en él en un papel dual, siendo espectadores y participantes al mismo
tiempo. Tal vez pueda aclararse la escena si la contemplamos desde el punto de
vista del zoólogo, y esto es lo que intentaré en las páginas que siguen. En la
mayoría de los casos, he seleccionado ejemplos que serán familiares a los
lectores occidentales. Esto no quiere decir, sin embargo, que me proponga
referir mis conclusiones sólo a las culturas accidentales. Por el contrario,
todo indica que los principios subyacentes se aplican por igual a los
habitantes de ciudades de todo el mundo.
Si parezco estar diciendo:
"Retroceded, camináis hacia el desastre", permítame asegurarle que no
es así. En nuestro incansable progreso social, hemos liberado gloriosamente
nuestros poderosos impulsos exploradores e inventivos. Constituyen una parte
básica de nuestra herencia biológica. No hay en ellos nada artificial ni
antinatural. Ellos nos suministran nuestra gran fuerza, así como nuestra gran
debilidad. Lo que trato de mostrar es el creciente precio que tenemos que pagar
por satisfacerlos, y los ingeniosos expedientes que ideamos para hacer frente a
ese precio, por exorbitante que resulte. Los riesgos van aumentando
continuamente, y el juego se hace cada vez más peligroso, las bajas más
sobrecogedoras, y el paso más acelerado. Pero, pese a los azares, es el juego
más excitante que el mundo ha presenciado jamás. Es absurdo sugerir que alguien
debería tocar un silbato y tratar de detenerlo. No obstante, hay formas
diferentes de jugarlo, y, si podemos comprender mejor la verdadera naturaleza
de los jugadores, debería ser posible hacer el juego más remunerador aún, sin
que, al mismo tiempo, se tornara más peligroso y, por fin, desastroso para toda
la especie.
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